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Diario de un vampiro

Sebastián tenía más de animal que de persona, por lo que nunca tuvo dudas ni sentimientos

José Miguel Blanco

El olor era el de la madera del pequeño lápiz recién afilado.

El sonido, el de su trazo sobre el papel arrugado, guiado por una regla desdentada, en líneas no muy paralelas sobre las que luego escribiría.

La iluminación provenía de la llama, que distorsionaba las formas y sus sombras.

La sensación era la del frío amable y azul de la medianoche, que excitaba sus instintos.

 

Los dedos membrudos y nerviosos de Sebastián no paraban de escribir, con buen estilo, párrafo tras párrafo, hoja tras hoja. Cuando una mosca se acercó al calor de la lámpara de aceite, soltó el lápiz y, a una velocidad imposible, la cazó al vuelo y se la metió en la boca, masticándola despacio y tragándola con indiferencia. ¡Estos bichos, joder, ya no saben como los de antes!, pensaba mientras retomaba el rumbo de su diario.

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Diario de un vampiro

 

Corría el año del Señor de 1808. La turba local se mezclaba en la plaza del Mercado, frente al Palacio de la Condesa de Gracia Real y Marquesa de Santa Rita, donde ciertos generales gabachos y españoles rubricaban documentos y certificados tras la derrota del ejército francés en la batalla de Bailén, muy cerca de allí.

 

Había muchos funcionarios y señoritos, mucho caballo engalanado, mucha espuela de plata y sable de protocolo. En las calesas aparcadas, mujeres de piel muy blanca dejaban en su derredor perfumes a jazmín y rosa, que apenas conseguían disolver el olor a sudor de la muchedumbre y a excremento de las acémilas. De vez en cuando se organizaba un tumulto por un pisotón mal dado o una bolsa que cambiaba de dueño.

 

—Ese tío es inglés, que lleva una casaca roja.

—Anda ya, Bartolo, qué sabrás tú, si la única chaqueta que has visto es la del municipal cuando te muele a palos. Ese es gabacho, el muy hijoputa. ¡Que se joda!

—¡Qué es inglés, te digo! ¿No ves que lleva espada y puñales? Si fuera gabacho, no tendría tanto hierro encima, gilipollas.

—¡¿Gilipollas yo?! ¡Me cago en padre!...

 

Y otra pelea.

 

Luego se quedaban tiesos cuando se acercaba un soldado de la guardia, con ojos brillantes y negros y un enorme bigote trenzado. Tenía espaldas más grandes que los cuartos traseros de un mulo y manos que parecían manojos de espárragos. Pegaba cuatro voces, metía cinco sopapos y ya no se movía nadie. Luego, bajo la torre mirador del palacio, otra bronca y otro soldado, más voces y golpes, otro tumulto resuelto. Así todo el día, así toda la noche.

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La noche. La noche era distinta. Todo era más sutil y peligroso. Ya no se daban tantas voces y las manos grandes y las chicas sujetaban ahora navajas y puñales. Los soldados ya no parecían tan grandes y los ojos que brillaban eran los de cualquiera.

 

La actividad era frenética. Damas y pajes cruzaban a la carrera de los palacios a las casas solariegas, salían de los callejones oscuros y entraban por los portones de las caballerizas, de la sacristía de la parroquia al palacio del Cabildo. Las habitaciones se apagaban y encendían, y podía verse a algún encapuchado saltar de un balcón y huir a caballo sin más trapo entre su cuerpo y el animal que la silla de montar.

 

Diego López de Unzúe era un prometedor oficial del ejército real. De origen navarro, la fortuna de su familia lo había situado muy arriba en el escalafón, donde gozaba de gran aprecio entre la soldadesca por su valor en combate. La misma simpatía que le tenían también las mujeres.

 

Esa noche la pasaba en el palacio de los Pérez de Vargas, junto al viejo castillo. Con su buena influencia familiar y algún soborno había conseguido librarse de guardias y retenes, y también de permanecer en el campamento que se había montado en la campiña del pueblo, junto al río. Desde ese palacio podría ir esa noche, embozado y de incógnito, hasta la plaza de Santa Ana, donde, en la casa de la familia Cárdenas, lo aguardaba, en cita concertada, una dama galesa.

 

López de Unzúe saltó a la calle, donde lo esperaba una celestina a sueldo que lo ayudaría en su empresa. La noche estaba muy movida; no parecía monopolio suyo aquello del amor galante en la ciudad de Andújar. A pesar de la poca distancia, apenas tres manzanas, tardaron más de media hora en llegar al lugar de la cita: un gran naranjo bajo un discreto balcón de los aposentos de invitados del palacio de los Cárdenas.

 

La luz de una vela se movía de un lado a otro de la ventana más próxima a la copa del árbol. Era la señal convenida. El joven pagó a la alcahueta lo acordado, dándose media vuelta para abrirse la bragueta y soltar el líquido sobrante al pie del naranjo, antes de trepar por él. Mientras mojaba el tronco de un lado a otro, vio intrigado cómo su chorrito amarillo se mezclaba con otro rojo que descendía por la corteza del árbol. Despacio fue levantando la mirada, siguiendo el origen de la sangre, que cada vez bajaba en más cantidad. La cabeza decapitada de la celestina lo miraba desde la primera horquilla de ramas. Paralizado por el terror, pudo distinguir entre ellas a alguien que se movía despacio, lanzando un rugido desagradable.

 

Con una velocidad imposible y un sonido sordo, aquello saltó sobre Diego, mordiéndolo en la yugular y partiéndole el cuello al mismo tiempo. Mientras tanto, la vela seguía moviéndose en el balcón del palacio.

 

Amanecía y el ruidoso vehículo de limpiar aceras pasó frente a su ventana de la calle San Bartolomé. Era el momento de irse a dormir. Apagó la lámpara y se alejó por el pasillo, atrapando con un giro de cabeza una araña que colgaba. Su segundo y último alimento de la noche.

 

Siempre despertaba horas después, bebía tres vasos de vino, afilaba de nuevo un lápiz y retomaba sus recuerdos. Noche tras noche, año tras año.

 

En 1985 volvió a Andújar. En un parque, junto al río, había una pareja de jóvenes sentada en el suelo. Del tobillo de la chica colgaba una jeringuilla de insulina. Una presa fácil.

 

Fue el peor día de su vida, pues la sangre debía de estar contaminada. Se recordaba a sí mismo perdido, atacado por enormes fiebres, abatido no solo por la enfermedad sino por sentirse débil y vulnerable. En los años siguientes se volvió más reservado y temeroso. Ahí empezó su declive como cazador. Dejó de viajar y se quedó en el pueblo.

 

Sebastián tenía más de animal que de persona, por lo que nunca tuvo dudas ni sentimientos. Sin embargo, desde que cogió el virus, pareció ser más consciente de sí mismo. Empezó a envejecer, a sentir dolor, hambre… a tener recuerdos.

 

Cuando despertaba, siempre al anochecer, sus pesadillas le hacían vomitar. Cada recuerdo era peor que el anterior, cada noche, cada muerte y cada año lo hundían más en su miseria. Sudaba sangre, sudaba sal, sudaba remordimientos.

 

En un día que ya no recordaba, decidió memorizarlos, repitiéndolos en voz baja. Tiempo después empezó a escribirlos. Esta rutina le hacía perder el juicio y pronto cambió la sangre por el vino.

 

Cuando salía a la calle, siempre de noche, creía pasar desapercibido entre la gente. Era de rasgos duros y descuidados. Su ropa y su pelo, incluso sus ojos, no tenían un color definido. Él pensaba que era el camuflaje del cazador que fue, pero para los vecinos de su barrio era solo un emigrante loco, un borracho peligroso. Lo veían sentado, a oscuras, en los bancos de Las Vistillas, vomitando en el albero, llorando por los rincones, casi siempre con sangre en la cara.

 

Después entraba en casa, bebía más vino, se comía alguna rata muerta y seguía escribiendo recuerdos.

 

En Daimiel, en 1713, atacó a un anciano durante la vendimia… En otro pueblo, en 1960, a una prostituta… A unos niños que jugaban en una mina abandonada… A unas mujeres que salían de la ermita… En 1938, a unos soldados que pasaban frío en una trinchera…

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Ana era la alegría de sus padres. Nació un sábado de romería, cuando ya eran mayores, tras muchos intentos y fracasos. ¡Un milagro de la Virgen!, decían. Hoy cumple 10 años.

 

Su abuela ha pasado toda la noche cosiendo jazmines a los bordados del traje de gitanilla, planchando los volantes con el vapor de sus lágrimas, dándole besos a la niña cada quince minutos. La madre le saca brillo a sus zapatitos rojos y le pone peinetas en el pelo negro azabache. Le pinta lunares por toda la cara. El padre y el tío peinan el mulo, sujetan el albardón y aprietan los correones de la jamuga prestada sobre el aparejo del animal.

 

Llegan las vecinas y primas, subiendo por la cuesta Castejón, y se arremolinan, tocando palmas, en la puerta de la casa. Cuando Ana sale por ella, parece una reina, una flor de primavera. Los hombres la sientan en su trono. Todos aplauden y sacan fotos; cantan y bailan; lloran y ríen. Todos menos la niña, que solo tiene ojos para su abuela, que le va diciendo con ademanes cómo tiene que ponerse: sube de aquí, tira de allí, tócate esto, estira lo otro...

 

La última pesadilla despertó a Sebastián a mediodía, y cayó desde la cama en sombras al frío suelo de su dormitorio oscuro. Se atormentaba con unas niñas a las que degolló hacía siglos. Acabó el vino del envase de cartón e intentó dormir de nuevo, pero no lo conseguía. Los postigos de las ventanas lo aislaban de la luz, pero no del ruido de la gente cantando, de los tambores sonando y de los cohetes que reventaban en su cabeza.

 

Vin mai mult (más vino, en rumano).

 

Ebrio de malos recuerdos y con la cabeza a punto de estallar, salió a la calle en busca de más alcohol. Era la primera vez en decenas de miles de días que veía la luz del sol. Cuando se dio cuenta, cayó de espaldas, cubriéndose con las huesudas manos llenas de uñas su cara del color del vino blanco.

 

La gente lo pisaba y el polvo no lo dejaba respirar. Muy asustado, se puso en pie y comenzó a andar entre empujones, con el rostro aún cubierto. Por la calle desfilaban caballos y más caballos, gente y más gente, ruido y más ruido. Sus reflejos le fallaban, su olfato era vulgar y su oído no diferenciaba los sonidos.

 

—¡Vin mai mult!

 

Empezó a llorar, a correr, a gritar, a morir. Se cayó y se levantó, tropezó contra un caballo y casi lo atropella un tractor. Necesitaba vino, necesitaba sangre, necesitaba cazar…

 

—¿Quién es ese tío?

—El Seba, un rumano borracho y sidoso. Un loco que se cree un vampiro.

 

Ana no se quitó el vestido en todo el día. Con él se bajó del mulo, comió con él y con él jugó toda la tarde. También con él puesto cruzó al Parque de Las Vistillas y se sentó en un banco con su bocadillo de jamón mientras se ponía el sol. Este sábado de romería había sido el día más feliz de su vida.

 

Después de un día entero desesperado y confuso, Sebastián consiguió su brik de vino. Se lo bebió de un trago y entonces comenzó a verlo todo con claridad. Toda su vida había creído ser lo que no era. Había asimilado sus propias pesadillas y las había convertido en una explicación para su locura.

 

No era un vampiro. Ni siquiera un loco.

 

Era solo un borracho enfermo, pero eso le hizo sentirse bien, le liberó de su miseria. Inmediatamente le entró hambre, pero ya no quería ratas ni gusanos. Fue entonces cuando vio a la niña de rojo con su bocadillo.

 

Le pareció familiar. Era una de las niñas de su último sueño angustioso. Alguna noche anterior debió de verla jugando en la calle y su mente distorsionada la utilizó en sus pesadillas. Parecía muy contenta. Se sentó a su lado.

 

—¡Hola! Me llamo Ana y hoy es mi cumpleaños.

—¡Hola! —contestó él en un mal castellano.

—Yo te conozco. Eres el rumano que está loco. Mi padre dice que comes bichos muertos.

—¡Bueno! Eso fue ayer. Ahora solo estoy un poco bebido.

—Pues yo también como bichos muertos. Mira. Este bocadillo es de jamón, y es también de un animal muerto.

 

Mientras hablaba, Ana se metió un buen trozo en la boca. Le costó cortarlo con sus pequeños y blancos dientes y decidió tragarlo entero.

 

—¿Está bueno? —le preguntó Sebastián, feliz de estar manteniendo su primera conversación en años.

 

Pero la niña ya no podía hablar. Comenzó a toser y su cara se puso más roja que su vestido. Los ojos casi se le salían de las órbitas y miraba al hombre con desesperación.

 

Sebastián no sabía qué hacer. Le metió los dedos en la boca para sacarle la comida, pero eso solo empeoró las cosas. Luego la cogió por los brazos y comenzó a agitarla. La puso boca abajo, pero daba igual. Ana no podía respirar.

 

—¡Ajută! (ayuda, en rumano) —decía una y otra vez—. ¡Ajutăăă!

 

El padre de Ana fue el primero en acudir, junto con otros vecinos. Se lanzaron sobre Sebastián e intentaron separarlo de la niña, pero no lo conseguían.

 

—¡Suéltala, degenerado! ¿Qué le has hecho?

 

Le golpearon todo el cuerpo, pero él no soltaba a la chiquilla y le apretaba el pecho todo lo fuerte que podía.

 

—¡Te vamos a matar! ¡Borracho! ¡Loco!

 

Cuando Sebastián cayó al suelo, pudo ver entre la sangre de sus ojos cómo la niña expulsaba un gran trozo de comida por la boca y comenzaba a respirar. Lo último que vio fueron sus enormes ojos negros mirándolo con gratitud y pena.

 

Cuando alcanzó su casa, le dolía todo el cuerpo. Por el camino debió dejarse más de una costilla y un litro de sangre. Recuperó la que pudo con el vino que le quedaba y se metió en la cama.

 

Era el hombre más feliz del mundo. Tan solo un borracho. Un pobre diablo enfermo. Un rumano feliz.

 

Esta vez ya no tuvo pesadillas ni se despertó por la noche entre sudores.

 

Se podía morir en paz.

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SiPNOSiS

 

Sebastián vive encerrado en sus recuerdos, anotando noche tras noche lo que fue o cree haber sido. Sus páginas arrastran siglos de oscuridad, entre soldados, gitanas, niñas de feria y hambre de sangre. Un relato que mezcla delirio, historia y redención, donde lo fantástico y lo real se confunden hasta el último aliento. En el corazón de Andújar, la Romería le ofrece una última oportunidad

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Algunas reacciones tras su publicación en redes:

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Por fin ciencia ficción y Andújar. Tu relato, toda una experiencia literaria. Me encanta.” — Paco Blango
Que bonito, me ha gustao un montón.” — Mari Carmen García Burell
Muy bueno, es una historia para reflexionar. Alguien que ha hecho mal toda su vida y por una vez que hace algo bueno, lo pillan.” — María Clara Fernández Caño
Es una historia muy bonita y no veas cómo engancha el vampiro rumano.” — Lourdes Gómez Toribio

Además, Paco Blango comparó el relato con el estilo de Macarena Govanntes y lo celebró como una rareza literaria: “Ciencia ficción en Andújar”. También preguntó si el autor tenía libros publicados o blog. José Miguel respondió: “En realidad no soy escritor, soy diseñador. Escribo porque es lo que más me gusta.”

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Andújar, xxxx. 

Este relato fue publicado originalmente en la revista anual Mirando al Santuario, dedicada a la Virgen de la Cabeza. También lo compartí en Facebook como parte de una serie semanal de relatos breves. Las reacciones que aparecen bajo el texto fueron recogidas allí, tras su publicación.

La ilustración que acompaña este relato fue realizada por un ilustrador de la revista Ceuta Siglo XXI, donde también fue publicado. Por el momento no recuerdo su nombre,

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