Jugando con las mariposas
Cuando la figurita de porcelana de Lladró se rompió contra el suelo, supo que no podría seguir más en esa casa. Veinte años al servicio de dos generaciones de la misma familia parecían demasiados, y Juana estaba muy cansada y débil. En los últimos nueve meses había ocurrido lo peor y lo mejor de su existencia: la muerte en accidente de tráfico de su marido, el mismo día en que ella le había dicho que esperaban una criatura.
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Su vida había sido buena, sin sobresaltos. Superó bien los años de penuria y se casó con Manuel, que era el chófer de los señores a los que ambos sirvieron, hasta que los tres se mataron en el viejo Mercedes cuando bajaban del Santuario, después de oír la misa del domingo. Manuel había bebido ese día más anís de la cuenta, celebrando el anuncio de su futura paternidad después de veinte años de matrimonio. Los hijos de los señores nunca le perdonaron esto a Juana, y la porcelana, hecha pedazos sobre el suelo de mármol, se lo recordaba.
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Se reclinó con cuidado, lenta por el peso de su vientre, y recogió lo que pudo. La figurita rota representaba a una pastora sentada en un pequeño tronco, que miraba a dos niñas jugando con una ovejita. Nunca le había gustado mucho a Juana, ya que pensaba que ella misma nunca sería madre. Aunque era temprano, se fue a su habitación, donde estuvo llorando por su suerte y la de su propia criatura, hasta que se durmió en frío silencio.
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Serían las dos o las tres de la madrugada cuando se despertó oyendo discutir a los señores. No entendía bien lo que decían, pero supo lo que estaba pasando, así que ya no se pudo volver a dormir. Temiendo lo peor, salió temprano de la habitación y estuvo toda la mañana trabajando, hasta que el mayordomo le comunicó, con frialdad, que no podría seguir más allí. Juana, que ya había metido sus pocas pertenencias en una vieja maleta, no discutió.
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Al salir, miró con tristeza, y por última vez, el que había sido su hogar durante tantos años, cuando reparó en algo que había bajo la vitrina principal. La costumbre le hizo acercarse para retirarlo y vio que se trataba de una de las niñitas de porcelana de la figurita que se rompió el día anterior. Estaba intacta, y se la guardó en el bolsillo antes de cerrar la puerta por fuera.
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No sabía dónde ir. Estaba sola, pero hasta ese momento no lo había pensado. Desorientada y con dolor en su pesado vientre, salió de la viña y caminó por la carretera durante horas, hasta darse cuenta de que se dirigía hacia el Santuario. Cuando llegó al kilómetro donde se mató su marido, se sentó y dormitó unos minutos, pero la despertó una lluvia fina y persistente. La desesperación la hizo seguir caminando. Al llegar al Cerro ya era de noche cerrada.
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Ese día, Juana pareció envejecer otros veinte años. Tenía mucho frío y las contracciones eran ahora continuas. Ya por las calzadas, y en pleno delirio, notó que por sus piernas corría la sangre. Muerta de frío y sin apenas dolor, sacó con sus propias manos a la niña, apretándola contra su pecho protector, después de haber cortado el cordón con sus dientes. La oscura silueta del campanario se recortaba contra un cielo expresionista en continuo movimiento, al mismo tiempo que la pequeña criatura lloró por primera y última vez. Juana gritó como una loca, pero allí no había nadie para ayudarla.
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El amanecer cogió a la mujer arrastrándose hasta uno de los hitos de la calzada, desde donde vio venir su muerte, encogida como un feto y abrazada al cadáver frío de su pequeña hija. Nunca sabría que una segunda niña, llena de rabia y energía, se abría paso desde su interior, con un llanto primitivo, tan vital que hasta el cielo se detuvo para mirarla, inundando toda la escena de una luz astral y cegadora.
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Algo excitaba extraordinariamente a María de la Cabeza. Habían viajado toda la noche en el autobús, pero ella no durmió ni un segundo. Fue percibiendo con precisión el cambio del paisaje a medida que viajaban hacia el sur. Cierta sequedad de ambiente y la monotonía de ruidos y olores de la gran carretera habían dado paso a sensaciones más frescas y dulces cuando el autobús salió por la derecha, hacía ya rato, hacia un camino más sinuoso y ascendente. Los olores a fragancias de matorrales perfumados, los cantos de pájaros desconocidos, el sonido del movimiento de las ramas de grandes árboles y el mugir de algún gran animal se mezclaban ahora en un ambiente más fresco, que la piel de Cabe fue notando. Los primeros rayos del sol, muy tibios aún, relajaron sus poros y terminaron de despertar sus sentidos, iluminando sus cabellos y humedeciendo sus labios. Esa calidez, esa sensación de luz intangible que parecía incluso ver con sus ojos de hierro, era lo más parecido a la felicidad para su pequeño pecho amargado.
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Pero otros sonidos familiares, menos dulces y evocadores, despertaron a la joven de su ensueño: toses, desperezos, conversaciones, la radio… Pronto el motor se detuvo y los monitores indicaron a las niñas invidentes que fueran bajando del vehículo. Habían llegado al Santuario de la Virgen.
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Bajó del autobús con bastante desgana. Fuera tendría que volver a enfrentarse a la realidad de su mundo apagado. Sin embargo, estaba intrigada por conocer aquel lugar donde le dijeron que nació y a aquella Virgen de la que le pusieron su propio nombre.
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A lo largo del día no sintió ninguna sensación especial. Visitaron la iglesia y el camarín, donde le dijeron que estaba la Virgen, y caminaron por todo el entorno, percibiendo de nuevo esos sonidos y olores que cada vez le eran más familiares. Su habitual tristeza y apatía no la hacían simpática a sus compañeras, y solía pasar sola gran parte de sus días, perdida en sus pensamientos y ajena al mundo. Cuando anochecía, era siempre la primera en estar dormida. Así se podía despertar antes del amanecer y gozar del único momento del día en el que era feliz.
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Era muy temprano cuando salió del albergue para recibir al Sol emergente. El romero y las jaras inundaron su cabeza, el rocío húmedo erizó sus cabellos y los sonidos de la aurora, con miles de pájaros cantando, embriagaban sus oídos. Animales y hojas, aire y tierra, roca y madera jugaban con sus sentidos cuando el primer rayo de luz y calor impactó en sus ojos muertos. En ese mismo instante, Cabe apreció un fulgor débil, aislado entre un entorno desenfocado de formas oscuras. Alargó su mano e intentó tocarlo, pero estaba lejos. Se puso en pie y caminó, sorteando como pudo los obstáculos del terreno. El destello estaba cada vez más cercano y su entorno era también más claro y definido.
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Pronto alcanzó su objetivo. Era un pequeño objeto suave, pero bien definido. Sin pararse a comprender por qué, estaba viéndolo con sus ojos. Era una figurilla de porcelana, rota por la base, que representaba a una niña con una ovejita.
—La has encontrado.
—¿Qué? —dijo Cabe.
—Mi muñequita, la perdí hace años y tú la has encontrado. Mamá se pondrá muy contenta cuando se lo diga.
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La voz provenía de una niña junto a ella. Cabe veía su boca mientras hablaba, pero también veía su cara mientras reía. En realidad, veía a la niña entera, y los verdes árboles, el suelo ocre y el cielo azul.
—¿Qué pasa?... ¿Quién eres? —preguntó confundida.
—Soy Ana. Vivo aquí con mi madre, en aquella cabaña. Tenemos ovejas. ¿Las quieres ver?
—¿Ver? Yo no puedo verlas. Soy ciega de nacimiento. —Cabe se sentó en el suelo sin comprender nada.
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La otra niña se le acercó aún más y empezó a acariciarle la cara. Ambas tendrían la misma edad y un parecido extraordinario.
—Yo no creo que no veas nada. Has encontrado mi figurilla y ahora me estás mirando. ¿Qué haces aquí?
Cabe le contó a Ana que la encontraron allí mismo, recién nacida y abandonada, pero en una cestita, limpia y bien cuidada. Estuvieron buscando a su madre durante días, pero no apareció. Su padre adoptivo, que fue un guardia civil que vivía allí, en agradecimiento le puso el nombre de la Virgen de la Cabeza. Luego lo destinaron al norte y ahora ella volvía, catorce años después, aprovechando una visita al Santuario con su colegio de invidentes, interesada por conocer su lugar de nacimiento.
—¿Vienes conmigo? Vamos a la cabaña y conocerás a mamá.
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Las niñas se fueron juntas, cogidas de la mano, hablando y riendo todo el tiempo. En la puerta de la cabaña, la madre de Ana estaba sentada sobre un tronco roto y, con lágrimas en los ojos, veía cómo sus dos hijas, juntas de nuevo, jugaban delante de ella con las ovejitas. Cabe no dejaba de mirarla.
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En el desayuno, los monitores del colegio notaron que Cabe no estaba. Muy preocupados, la buscaron por todo el Cerro, hasta que la encontraron junto a una vieja cabaña abandonada, sola, riendo sin parar y dando saltos de alegría. Sin tropezar y sin caerse, jugaba con las mariposas.
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SiPNOSiS
Una mujer expulsada de la casa donde sirvió media vida da a luz sola, en el Cerro, sin saber que una de sus hijas sobrevivirá. Años después, una adolescente ciega vuelve al lugar donde nació buscando respuestas... y encuentra luz. Un relato sobre la pérdida, la memoria y los lazos invisibles entre madres e hijas.
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Algunas reacciones tras su publicación en redes:
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“Preciosa historia. Me has dejado con ganas de más.” — Lourdes Gómez Toribio
“Este es el que más me ha gustado. Es precioso.” — Romy García Lloris
“José, eres el puto amo del relato. En ti el arte no tiene límites.” — Frankie H. Sparrow
“Muy bonito, como siempre.” — Ramoni García Lloris
“Qué maravilla. ¿Y si entre todos los del grupo los editamos en papel?” — David Mena Ramírez
“Un relato maravilloso. Ahora a esperar otra semana para leer otro. Ufff, qué larga se hace.” — Mari Carmen García Burell
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Andújar, xxxx.
Este relato fue publicado originalmente en la revista anual Mirando al Santuario, dedicada a la Virgen de la Cabeza. También lo compartí en Facebook como parte de una serie semanal de relatos breves. Las reacciones que aparecen bajo el texto fueron recogidas allí, tras su publicación.
La ilustración que acompaña este relato es una figura original de Lladró, similar a la que aparece en la historia.
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