El hombre que enterró su destino
El rugir de mediodía atravesaba los muros de piedra nueva de la fachada neogótica del bien cuidado templo. Motocicletas a escape libre, niños saliendo del colegio, vehículos pidiendo paso...; pero Frasco solo escuchaba un ensordecedor silencio que le estaba destrozando la cabeza. Llevaba más de tres horas arrodillado en un ángulo de la única nave de la ermita, bajo un Cristo de Medinaceli. Las mujeres y los hombres que oraban a su lado apenas reparaban en él, un anciano vestido de colores tierra y gris, que no movía ni un músculo de su rostro.
La iglesia estaba en quieta penumbra, y solo algunos rayos de colores la violaban en diagonal, modelando luces y contrastes, y resaltando —con un brillo mate— las densas lágrimas que se abrían paso por la espesa piel de la cara de Frasco. Cada cierto tiempo levantaba pesadamente su mirada para contemplar la excesiva talla nueva de la Virgen Negra, rodeada de flores artificiales, que reinaba sobre el dorado y verde retablo que ocupaba toda la pared frontal de la ermita.
Hacía más de medio siglo que no se enfrentaba a esa misma imagen, aunque tallada en otra madera. Por entonces era solo un chaval, confundido y muerto de miedo. Los recuerdos del día que transformó su vida eran lejanos: humo, llanto de hombres, ruido de balas trazadoras, el olor de su propia sangre y el sabor de sus lágrimas... las mismas que hoy caían, secas, sobre el banco impersonal en el que estaba arrodillado.
Se recordaba a sí mismo de uniforme, arrastrándose junto a un oficial y abriéndose paso entre los escombros hasta llegar a una alacena del sótano de un Santuario en ruinas. El oficial abrió las viejas puertas con la culata del mauser y cogió varias tallas de madera que estaban envueltas en mantas marrones de campaña. Las figuras parecían representar a esas vírgenes que tenían orden expresa de defender con la vida, aunque Frasco no era creyente. Cuando estalló el obús que le dejó medio sordo para toda su vida, el mundo se detuvo. Después de una eternidad, vio cómo el oficial se arrastraba hacia él, saliendo de la espesa humareda gris, y le entregaba, con el único brazo que le quedaba, una de esas imágenes, la más pequeña. Representaba a una mujer, que parecía negra, con un niño —también negro— en su regazo. El moribundo, aferrado aún con fuerza a la figura, le ordenó con la poca vida que le quedaba que la sacara de allí y la entregara al capitán Cortés.
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Se levantó pesadamente y salió a la calle. Dio una limosna a la gitana sentada en las escaleras de la ermita, que lo miró con tristeza, y se arrastró a su pensión, haciéndose hueco entre las gentes de mediodía, que aquel jueves de Romería atestaban las aceras del pueblo en fiestas.
Los comercios y bares escupían esa horrible música que los del lugar bailaban y cantaban sin parar, aunque él apenas escuchaba un vago recuerdo de un adagio de Mahler que llevaba ya varios días instalado en su cerebro.
Frasco había venido a Andújar a morir. Su hijo, médico, le había dicho en Buenos Aires que le quedaban semanas de vida, aunque él sabía que tan solo serían días, horas quizá... porque el dolor era ya insoportable. Su vieja herida nunca había cicatrizado y ahora sangraba más que nunca.
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El soldado escapó de las ruinas como pudo y se abrió paso entre el caos. No vio a ningún superior, y un incontrolable azar le llevó, por vez primera, a descender de la asediada cima que llevaba meses defendiendo. No supo cómo, pero consiguió atravesar sin dificultad las líneas enemigas, como una sombra invisible a las balas. Estuvo horas caminando hasta que llegó a un río donde se desplomó a beber. Tenía una sed inexplicable, y aunque el agua le quemaba el estómago, se quedó dormido.
Despertó cuando el sol estaba en todo lo alto, calentándole la cara. Y junto a él, la pequeña imagen de madera, sucia y llena de sangre, que le había confiado el oficial. Temía ser acusado de desertor o que lo fusilara el enemigo, sin embargo, la Virgen parecía dotarlo de un extraño aplomo. La limpió como pudo y la envolvió con cuidado en su chaqueta raída. Había perdido mucha sangre por la herida de su estómago, causada por la metralla del obús, y con enorme dolor de cabeza y una sensación de mareo que le acompañaría toda su vida, se puso en pie y caminó.
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Temprano, casi de madrugada, Frasco pagó la cuenta de la pensión y llamó a un taxi.
—Lléveme a un río que está cerca del Santuario de la Virgen. Por allí buscaremos una casita bajo un enorme olmo, más alto que el resto de los árboles que lo rodean.
El taxista lo examinó con asombro, pero prefirió no decir nada. Parecía una buena carrera para empezar el día. Pesadamente hundido en el vehículo, en silencio, el forastero cerró los ojos y pareció dormir. En realidad, estaba recordando.
El joven se alejó del río. Aunque escuchaba el sordo rugir de la batalla, allí, en el valle, todo parecía en paz. Junto a un enorme árbol vio un modesto cortijo. Una anciana, ajena y encorvada, daba de comer a sus gallinas mientras veía cómo un soldado se acercaba. La mujer había perdido a sus dos hijos —no sabía de qué bando— en esa horrible Guerra Civil.
—¿Cómo te llamas, hijo?, ¿pareces herido?
—Francisco, señora, aunque todos me llaman Frasco. Tengo hambre y mucho miedo.
La anciana le hizo una tortilla de huevos frescos, la mejor que el muchacho comería nunca. Lavó con mimo sus heridas y lo vistió con la ropa limpia de sus hijos.
—¿Qué ocultas en el bulto de esa chaqueta? —dijo la anciana, con un soplo de emoción, al ver que el muchacho sacaba y le entregaba la talla de la Virgen.
La mujer, viuda hace años, se abrazó a ella gritando de rabia y llorando de emoción, limpiándola a besos, mientras Frasco le relataba lo ocurrido el día anterior, en el asedio del Santuario.
Horas después se despedían. Habían hecho un hoyo al pie del gran árbol, donde enterraron la talla, bien envuelta en la chaqueta, en espera de tiempos mejores. Frasco consiguió llegar al pueblo, desde donde subió de tren en tren hasta el puerto de Málaga. Allí embarcó para la Argentina, huyendo de unos y de otros... y de su propio destino.
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Llegando al puente del Jándula, el taxista aminoró la marcha. Por el retrovisor había visto que el forastero no se había movido en todo el viaje, ni tan siquiera había abierto los ojos. Comenzaba a estar preocupado por él y se arrepentía de haber aceptado el viaje, pero siguió adelante.
—¡Pare! —La mano del anciano apretó el hombro del conductor con una fuerza insospechada.
Junto a la carretera había un pequeño grupo de árboles del que sobresalía un enorme olmo. Frasco reconoció el viejo cortijo.
Bajó del coche y se dirigió a la casa. Llamó a la puerta y le abrió una anciana mujer, la misma que él recordaba. Había cambiado muy poco, apenas nada. Como si le hubiera estado esperando, lo invitó a pasar.
—¿Has desayunado, Francisco?
—Aún no.
El taxista esperaba impaciente. Se había acercado al cortijo y contemplaba lo que parecía un pequeño altar en el tronco del enorme olmo, lleno de velas derretidas y con las fotografías irreconocibles de dos jóvenes soldados, con distintas banderas. Vio, inquieto, cómo el forastero salía de la casa. Pasó junto a él, ignorándolo, y con sus viejas manos abrió un profundo agujero junto al árbol, sacando de allí un bulto envuelto en trapo raído que dejaba ver una vieja imagen de la Virgen de la Cabeza.
Frasco, con ella entre sus brazos, le dijo que lo llevara al Santuario. Confundido y con la mente llena de extraños pensamientos, el taxista condujo carretera arriba, mientras observaba por los espejos del coche, boquiabierto, cómo el enorme árbol y la casa ya no estaban.
No tardó en asociar ideas y comprender lo que estaba pasando. Durante toda su vida había escuchado que la Virgen de la Cabeza había desaparecido en la guerra y que nunca más se supo de ella. Le habían contado, o había leído, que la sacaron del país, junto con otras imágenes religiosas, para evitar su destrucción. También escuchó que simplemente se perdió en la guerra o que la destrozaron las bombas. Sin embargo, ahora estaba allí, en su taxi.
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Mahler regresaba, tercamente, al cerebro de Frasco, mientras su vieja herida de guerra volvía a sangrar. Le ardía el estómago mientras veía acercarse la espadaña del Santuario, que nunca olvidó. Recordaba también los miedos que tanto lo angustiaron entonces. Había mucha gente, pero no eran soldados; había tiendas de campaña, pero eran de colores; flotaban las emociones, pero eran de alegría. El taxista le hacía preguntas, pero no las oía. Frasco se estaba muriendo.
Bajó del coche con la Virgen en sus brazos, y se dirigió al templo, mientras observaba con desinterés cómo su acompañante gesticulaba y hablaba con la gente. Poco a poco fueron rodeándolo a cientos, a miles, con gestos de asombro y lágrimas en sus miradas. Frasco consiguió abrirse paso entre todos, sin dificultad, como lo había hecho setenta años antes en sentido contrario. Las enormes puertas nuevas del Santuario se abrieron de par en par, y una cegadora luz universal —la que no tuvo en toda su vida— inundó sus ojos, mientras en su cerebro, lentamente, acababa la Novena Sinfonía de Mahler.
SiPNOSiS
Un viejo combatiente de la Guerra Civil regresa al Santuario de la Virgen de la Cabeza, en la sierra de Andújar. Allí, en silencio, carga con un secreto enterrado desde hace décadas: la desaparición de la imagen original de la Virgen.
Marcado por la culpa y la memoria, busca cerrar el círculo de una historia que solo él conoce entera.
Algunas reacciones tras su publicación en redes:
“Q bonita historia. Me has dejado con ganas de más. Me ha encantado.” — Lourdes Gómez Toribio
“Se me han saltao las lágrimas. Cada semana te superas.” — Mari Carmen García Burell
“Ha pasado todo ante mis ojos como una película de la época. Gracias por este ratito maravilloso.” — Antonia Moreno Mendoza
“Una gran historia... lo de la desaparición de la Virgen algo he leído antes.” — Lola Mata
“Preciosa historia, Jose Miguel. Me ha emocionado.” — Luisa Béjar Bachiller
Andújar, xxxx.
Este relato fue publicado originalmente en la revista anual Mirando al Santuario, dedicada a la Virgen de la Cabeza. También lo compartí en Facebook como parte de una serie semanal de relatos breves. Las reacciones que aparecen bajo el texto fueron recogidas allí, tras su publicación.
El relato también generó un curioso debate sobre la ilustración que lo acompañaba. Algunos lectores, como Enrique Gómez Martínez y Lola Mata, señalaron que la imagen —publicada originalmente en la mítica revista de historia local Cuadernos de Historia— no correspondía a las ruinas reales del Santuario. El autor respondió: “Vosotros sois los historiadores, yo solo escribo y dibujo buscando emocionar.”

