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La última estrella

Por la noche miré al cielo y faltaba otra estrella que la noche anterior sí estaba

José Miguel Blanco

La última estrella

 

Sin aparente esfuerzo, la niña alzó la infinita escalera, la acomodó entre las nubes y subió por ella. Como hacía cada noche, cogió una estrella, la guardó en su bolsillo y miró hacia abajo, porque le gustaba ver el mundo desde el cielo. Cuando bajó, ya de madrugada, guardó la estrella junto a otras muchas en su cajita de música. Hacía frío.

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Me tengo a mí mismo por una persona que vive en la deshora y la apatía, rehén de otra vida y de un alma gemela. Lento de pensamiento y pobre en mi ambición, caminaba yo cada día, tras mis rezos en la ermita, a ver salir del colegio a los nietos que nunca tuve. Allí, en un banco de piedra, me siento y espero, preso de mi ausencia y con el corazón amordazado.

Mi hermana y yo nacimos el mismo día, justo antes de que muriera mamá y padre se quitara la vida. Nuestra infancia fue buena junto a los abuelos, que supieron darnos cariño y educación cristiana. En una alacena de la casa, bajo llave, había un pequeño altar con la imagen de una Virgen con un niño, negros los dos. Cuando nos quedábamos solos, abríamos las puertecitas y los mirábamos, cogidos de la mano, entre ensoñaciones de mamá y recuerdos de nanas de gitanos. Los ojos azules y limpios de Ana dejaban caer siempre dos lágrimas, brillantes como soles, mientras yo, admirándola en silencio, me tragaba las mías. Una mañana oscura rugieron los aviones y me arrancaron de Ana y de los abuelos. Ese maldito día también me mataron a mí.

Hacía frío en el banco. También hacía frío en mi corazón y hacía frío en mi alma. Solo lo vencía cuando visitaba la imagen de la pequeña Virgen con su hijo que había en la ermita, o cuando me sentaba para ver jugar a los niños en la plaza del Mercao. Era entonces cuando conseguía tragarme las viejas lágrimas que me caldeaban las entrañas.

Una tarde soleada, entre la multitud de chiquillos y adultos que salían del colegio, vi a una preciosa niña, de ojos limpios como la luz, que me miraba de una forma que ya no recordaba. Me acerqué a ella, balbuceando primero y gritando después: ¡Ana!, ¡Anaaaa!... Pero la niña se perdió entre la multitud de madres, que me observaron con desdén y cierta compasión. Media hora después me quedé solo… y allí seguía diez horas más tarde.

Me tumbé boca arriba en mi banco, mirando desde abajo cómo la roja torre de San Miguel se recortaba contra el cielo negro. Permanecí inmóvil varias horas más, muerto de frío, hasta que advertí que algo pasaba. ¡Faltaban estrellas! Yo conocía bien el cielo, que era mi único amigo, y faltaban estrellas. En realidad, había poquísimas…

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Cuando la niña abría su cajita de música, se le iluminaba la cara con la luz de los astros, que parecían querer bailar la nana gitana que sonaba en sus recuerdos:

Mi niño es más bonito que los reales de a ocho,
dulce como el caramelo,
tierno como el bizcocho.
Duérmete y calla,
mi niño bonito,
duérmete y calla,
y no des a tu madre tanta batalla
”.


La cerró despacio y buscó la escalera. Ascendió por ella y cogió otra estrella. Ya solo le quedaban algunas docenas.

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Me despertó el ruido de la máquina que limpia las calles y me fui a casa, mirando cómo el cielo anunciaba el alba. Las estrellas, la niña y mis recuerdos se mezclaban en mi cabeza y cegaban mi razón. Ese día me levanté tarde, pasé por la ermita y me senté en el banco, pero no vi salir a la niña del colegio. Por la noche miré al cielo y faltaba otra estrella que la noche anterior sí estaba. Regresé cada día y no vi a la niña. Miré al cielo cada noche y se fue apagando el mundo.

No hablé con nadie ni a nadie conté mis observaciones. La gente parecía no percibir el fenómeno astrológico, y tampoco la prensa. Fueron días nebulosos en los que yo, que era una persona predecible, me sumergí aún más en la ansiedad, convirtiendo en locura mis recuerdos atormentados… ¡Dios mío!, ¿cómo pudo nacerme tanta muerte?…

Hoy he vuelto a ver a la niña. Mirada azul, ojos limpios, lágrimas en la garganta y mi corazón encendido como un volcán. La he seguido y de nuevo la he perdido —un conocido me saluda, un ruido me distrae, un niño se me cruza—. Arriba solo queda una estrella.

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Ana cogió la última luz del cielo y la frotó contra su mejilla. Ansiaba su calor, pues era la noche más fría.

Aquí estoy yo ahora, en mi soledad de anciano solo, con la vida estrangulada. Mirando al cielo negro e intentando descubrir, en su insondable oscuridad, la naturaleza de mi existencia. Aguardo lo inevitable y, con suavidad —quizá con delicadeza—, veo cómo la última estrella se apaga y yo quiero irme con ella.

Sin embargo, al día siguiente nada parece haber cambiado. Salgo a la calle y voy a ver a la Virgen, la única que conoce mi secreto, y me siento después frente al colegio, en mi banco de fría piedra. Entonces, a veinte metros, veo de nuevo a la niña, que me mira dejándome preso. Quiero llamarla, pero no puedo hablar… y nadie me saluda, y nadie me distrae, y nadie se cruza conmigo. Ana camina hacia Santa María y yo la sigo de cerca, por la calle Feria, donde contemplo una impresionante escena.

La luz mágica del atardecer de un otoño sin estrellas envuelve, oníricamente, a miles de personas bañadas en flores, que se concentran en torno a Santa María, serpenteando en larguísimas hileras humanas que apuntan hacia el Altar Mayor, atravesando sus enormes puertas, abiertas de par en par. La iglesia entera está llena de almas y, frente a ellas, está otra Virgen —dicen que la del Santuario—, rodeada de gente que llora, de pétalos que vuelan, de vítores desmedidos, de locura controlada… y junto a ella, sentada en el suelo, veo a mi hermana Ana.

Me acerco despacio. Entre cánticos y gozos atravieso las multitudes, oigo el motor de los aviones, oigo llorar a mi padre, oigo el corazón de mi hermana cerca del mío y escucho, desde dentro de su vientre y evocando su mano al contraluz, la voz lejana de mamá:

“…dulce como el caramelo,
tierno como el bizcocho”.

Llego hasta Ana y me la como a besos. Mi sombra no va conmigo y la gente no nos ve. El mundo se acaba donde ella empieza. Tiene la pequeña cajita de música que los abuelos nos regalaron cuando hicimos la comunión, en esta misma iglesia, hace setenta años. Llorando, nos fundimos como antes de nacer y, en ese preciso momento, ya como uno solo, vemos que la Virgen también llora, y su cara ámbar es un aguacero de ópalos.

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Al llegar la noche oscura, el pequeño monaguillo cierra las puertas del templo y se aleja en silencio hacia la sacristía, entre la penumbra de las velas recién apagadas. Un ramo de tulipanes, tirado en el suelo, llama su atención. Lo recoge y encuentra debajo una cajita de música mal cerrada, que el chiquillo termina abriendo. En ese momento, todas las estrellas del mundo liberan su fulgor, haciendo que la iglesia brille como la risa de un niño. Las vidrieras, a modo de gigantescos caleidoscopios, colorean la luz y la dispersan, haciéndola jugar con el retablo y los estucos. Los pesados pilares de piedra se levantan del suelo, las bóvedas del techo se separan y el manto de la Virgen se torna de cristal.

Es entonces cuando millones de estrellas suben lentamente hacia el cielo, dibujando un fabuloso cortejo para dos almas gemelas que ya nunca estarán solas, encendidas sin luz y cantando en silencio.

SiPNOSiS

 

Un anciano roto por la ausencia de su hermana gemela vive entre rezos, recuerdos y visiones. Una niña misteriosa que recoge estrellas cada noche parece conectar con su pasado. Un relato onírico y lleno de símbolos, donde el amor fraterno y la pérdida se funden bajo la protección de una Virgen que lo ve todo.

Algunas reacciones tras su publicación en redes:

Qué bonito y qué forma de describir… Me vi en la iglesia cuando los hermanos se unieron. Precioso.” — Lourdes Gómez Toribio
Muy bonito.” — Magda Martínez Romero
Maravilloso, me ha encantado. Por favor, sigue escribiendo.” — Ramoni García Lloris
No tengo palabras para expresar lo que siento después de leerlo… Solo puedo decir: maravilloso.” — Mari Carmen García Burell
Todo lo que sea para una madre o una mujer me suena a gloria.” — Luis Expósito Garzón

Andújar, xxxx. 

Este relato fue publicado originalmente en la revista anual Mirando al Santuario, dedicada a la Virgen de la Cabeza. También lo compartí en Facebook como parte de una serie semanal de relatos breves. Las reacciones que aparecen bajo el texto fueron recogidas allí, tras su publicación.

La nana que aparece en este relato es Nana a mi vieja, de Paco Herrera. La madre la canta a sus hijas cuando aún están en su vientre.

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