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Desencajado, vio que Laura tenía los ojos abiertos, la cara pálida, el pelo empapado en sangre y la cabeza separada del cuerpo...

Ojos negros

José Miguel Blanco

Ojos negros

 

No era una noche como todas las noches.


Hacía más frío que nunca, había más silencio que nunca y estaba más oscuro que nunca. Las únicas referencias visuales eran ténues candelas encendidas frente a las tiendas de campaña repartidas por la ladera del Santuario.

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LAURA

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Laura y Arturo echaron un último vistazo a la angulosa silueta del templo, que apenas conseguía reflejar la negra luz de la luna nueva, y entraron en su tienda, sin ver que se acercaba una sombra blanca y etérea. Se besaron, se abrazaron y se durmieron en silencio.

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La luz de un amanecer nublado y el sonido sordo de las campanas despertaron al chico, inquieto al recordar que había soñado con una niña de radiante rostro blanco y espantosos ojos negros que lo miraba fijamente dentro de la tienda. Más relajado, se giró y le dio un beso a los gélidos labios de su novia. Desencajado, vio que Laura tenía los ojos abiertos, la cara pálida, el pelo empapado en sangre y la cabeza separada del cuerpo...

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Sentada en un banco de madera, bajo la sombra de un naranjo de la plaza, veía pasar a las niñas de su edad. Tan tontas ellas, tan vestiditas a la última, tan amiguitas unas de otras, tan felices todas; haciendo grupitos, hablando en alto, tonteando con los chicos… ignorándola. Sola se levantó y sola se marchó a casa, pisando todos los charcos que encontró. A cien metros ya podía escuchar a su padre gritar y a su madre llorar. Entró sin hacer ruido, subió las escaleras dejando en los peldaños sus huellas mojadas y se acostó vestida en la misma cama que sus otras hermanas. Avanzada la noche acabaron los gritos con un portazo a la calle. Un largo minuto después, su madre se acercó despacio y la besó, dejándole lágrimas y sangre en la mejilla. Raquel, como siempre, se hacía la dormida.

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Al día siguiente se levantó temprano. Cuando bajó a la cocina, su madre ya la estaba esperando con leche caliente y algunas galletas. Con el gesto agotado, le metió un bocadillo y una botella de agua en la mochila.


—¡Abrígate, mi cielo! Hará frío allá arriba.
—Sí, mamá.
—Pásalo bien, mi amor. Ten cuidado. Sabes que te quiero.
—Sí, mamá.

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Al besarla, para decirle adiós, vio que volvía a tener una ceja rota y los labios hinchados. Antes de salir a la calle se giró en la puerta y la vio sentada, a la sombra de una bombilla, con los hombros caídos y su vida arruinada. Le arreglaba para el sábado el amarillento vestido de primera comunión que le habían prestado.


Mamá, yo también te quiero —le dijo sin que saliera la voz de su boca.

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Llegó al colegio la primera, al mismo tiempo que el autobús que subiría a su clase al Santuario. Entró y se sentó la última. Una hora después salieron, entre risas de fondo que ella no compartía, canciones de excursión que ella no sabía y conversaciones sobre vestidos blancos que ella no llevaría.

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Cuando llegaron, llovía a mares. Entraron rápido en el templo y pasaron por un larguísimo mostrador donde Raquel vio cómo todas paraban a comprar medallas y recuerdos. Ella, sin dinero, se quedó atrás hasta que la sala quedó vacía. Al salir, pisó algo. Era una virgencita del tamaño de un dedal, de esas que se iluminan a oscuras cuando reciben algo de luz. La acercó a una ventana, la encerró en su puño y la miró entre los dedos. La figurita brillaba.

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LUCÍA

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Cada año, a primeros de abril, elegían un sábado soleado y sin lluvia. Risas todo el día. Sombreros de los chinos, como del oeste. Fotos con el móvil, para Facebook. Mulos de alquiler. Pantalones ajustados de montar. Pañuelos al cuello, cada año de un color. Latas de cerveza... Las siete amigas celebraban una vez más su Romería Onlywoman.

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Siempre se quedaban junto al río, pero ese año decidieron subir hasta el cerro. Lucía colgaba ese año la banda de Tontywoman mayor y quería un día especial.

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Y más especial no pudo ser. A mediodía, cerca ya del Santuario, el cielo tornó a negro y una espantosa tormenta de primavera las dispersó. Lucía quedó rezagada entre la densidad de la lluvia y la penumbra de los árboles. No veía más allá de un metro, pero escuchaba entre los truenos las risas de sus amigas. Junto al cementerio de las tumbas sin nombre bajó del mulo, encendió el móvil y su pantalla iluminó, a solo un palmo de ella, la cara blanca con ojos negros de una niña a la que recordaba.


Cuando dejó de llover, la encontraron, sumergida en sangre, con la cabeza separada del cuerpo...

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Raquel alcanzó al grupo, y algunas niñas la esperaron entre burlas, como solían hacer. Seguían con su visita al Santuario: la piedra de la aparición, el camarín con la Virgen, el museo mariano... Después hicieron el vía crucis hasta la cripta, entre piedras de granito retorcidas por los estragos de la guerra y coronas de laurel fundidas a bronce en recuerdo de los muertos allí sepultados.

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Entraron a la sala de ofrendas, un largo pasillo abovedado, húmedo y lúgubre, azotado por un viento que se filtraba entre las ruinas de los cañonazos del techo, y con los muros de granito ennegrecidos por cientos de velas rojas eternamente encendidas.

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Las niñas miraban inquietas las oxidadas prótesis colgadas de la pared; los pequeños Cristos de piedra enrojecidos de cera; las viejas fotos de anónimas personas; las veladas ecografías de fetos y extremidades; las decenas de esqueléticas coronas con flores muertas… y sintieron en sus jóvenes cuerpos el agudo escalofrío que ese fúnebre lugar produce.

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Casi todas salieron de ese lugar, pero Raquel, Laura, Lucía y Leticia, su maestra, permanecieron allí, sobrecogidas. No podían apartar los ojos de los largos vestidos blancos como la sal que, contra el negro fondo en sombras de la tétrica sala, flotaban como etéreos fantasmas sin cabeza. Se acercaron para tocarlos. Eran viejos trajes de novia, desgarrados y colgados de retorcidas perchas de alambre, enganchadas a las rendijas del techo y mecidos por el viento. Pasada la sorpresa inicial, soltaron tranquilas su adrenalina y dieron media vuelta.

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Pero Raquel se quedó allí, oculta en las sombras. Tras los largos vestidos decadentes, había visto uno más pequeño, descansando sobre una vieja silla de ruedas. Era de comunión, de gasa blanca, con lazos y bordados de seda, y las mangas y el cinturón rematados de flores y volantes. En el pecho tenía unas pequeñas gotas de sangre, pero su madre las quitaría. Era tan blanco que la virgencita que había encontrado brillaba en su mano al reflejarlo.

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No lo dudó. Se quitó la ropa y se puso el vestido. Alguien lo tuvo que poner allí para ella, pensó. Se vio reflejada en un viejo espejo de la pared, mil veces rajado. ¡Estaba preciosa! Sería la niña más guapa de la comunión, la envidia de todas.


—¡Raquel! —la maestra había vuelto a por ella con las otras dos niñas.
—¿Pero qué haces, estúpida? ¡Quítate eso ahora mismo!
—¡No! Este vestido es mío. Mi virgencita me lo ha dado.
—¿Estás loca? ¡Quítatelo ya! —le gritaban las tres, en tono de burla y aguantando la risa.

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Se abalanzaron sobre ella. Raquel, con sus negros ojos llenos de lágrimas, se pegó a la pared, derribando un pebetero lleno de velas encendidas. La seda empezó a arder y a crujir, arrojando cientos de chispas que prendieron al resto de vestidos. Todo lo que allí había quedó envuelto en un fuego cruel que ahogaba los gritos de la niña y de los cientos de almas y corazones que con ella se quemaban. Las llamas, verdes y rosas, se reflejaban en los ojos de Laura, Lucía y Leticia, que miraban la escena petrificadas.

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El drama acabó en pocos minutos, y sobre la cripta cayó un silencio mortal. Muy despacio, y sin encontrar palabras, las tres buscaron entre los restos, pero Raquel no estaba allí. Con una sola mirada cruzada, decidieron olvidar aquello para siempre. Nadie sabría lo que allí había ocurrido.

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Un fuerte golpe de la reja de hierro contra la piedra anunció la llegada del resto de niñas, junto a varios padres Trinitarios. Uno de ellos explicó, tranquilizador, que era habitual que allí se produjeran pequeños incendios por la acción del viento contra las velas.

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La Guardia Civil buscó sin éxito a Raquel durante semanas, hasta que la dieron por desaparecida.
¡Era una niña rara! —decían sus compañeras—, con problemas. Seguro que se ha fugado de casa aprovechando la excursión.


Con el tiempo, toda su clase y el mundo entero la olvidarían.

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LETICIA

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Quince años atrás, Leticia se prometió a sí misma no regresar jamás al Santuario, pero su hija decidió casarse precisamente allí y no consiguió sacarle esa idea de la cabeza. La noche anterior no pudo dormir, hundida en un sudor extremo y horribles pesadillas. Por la mañana, llegaron temprano al cerro, junto con los invitados y familiares: mucho tacón, mucha pamela, mucha corbata de colores, mucho calor...

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¡Fue una boda preciosa!, como todas las que se celebran por amor: pétalos y arroz, risas y lágrimas, besos y abrazos… Pero a Leticia le cambió la cara cuando vio que los novios desaparecían por un costado del edificio, camino de la sala de ofrendas. Querían depositar allí su ramo nupcial.

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La madre corrió tras ellos, intentando evitarlo, pero cuando llegó, su hija ya encendía velas, confundida ella misma con el resto de vestidos de novia que colgaban del techo, mecidos por el viento como fantasmas sin cabeza, como espectros de su pasado.

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Fue entonces cuando un blanco destello de luz la deslumbró, sobreiluminando las figuras en una escena tristemente familiar para Leticia, nuevamente petrificada y muda, como lustros atrás… Aunque por esta vez era solo el flash del fotógrafo de la boda, que hacía su trabajo. Respiró tranquila, sonrió aliviada y encendió una vela.

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Días después, esperaba en el aeropuerto el regreso de los novios de su viaje. Sentada en la gran sala de espera, no pudo evitar abrir antes que ellos el regalo que contenía el álbum de fotos de la boda. Iba pasando páginas con los ojos mojados en lágrimas de orgullo… lágrimas que se convirtieron en afilados puñales cuando llegó a la foto de la cripta. Al fondo, apenas visible en la penumbra, estaba la niña Raquel, vestida de primera comunión, mirándola fijamente a través de la cámara, con los ojos negros encendidos y marcando su cuello con el dedo índice...

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En ese preciso momento, por todas las pantallas del aeropuerto daban en directo la terrible noticia de un avión que acababa de estrellarse, sin supervivientes, cuando sobrevolaba Sierra Morena.

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SiPNOSiS

 

Durante una excursión escolar al Santuario de la Virgen de la Cabeza, una niña marginada encuentra un vestido de comunión entre ofrendas olvidadas. Lo que sucede a continuación marcará, con fuego y silencio, la vida de varias mujeres durante años.

Una historia coral donde el pasado regresa disfrazado de niña con ojos negros, y en la que la culpa, la exclusión y lo inexplicable se entrelazan en un mismo destino.

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Algunas reacciones tras su publicación en redes:

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Joder, qué miedo… Se me ha puesto la carne de gallina leyéndolo.” — Mari Carmen García Burell
Guauuuuu. ¡Me encanta! Yo quiero más.” — Inmaculada Torres Espín
Q relato más bonito… Los ojos negros te atrapan.” — Lourdes Gómez Toribio
Madre mía, qué relato… A la vez espeluznante y emotivo.” — María Clara Fernández Caño
Nunca me gustó ese lugar de las ofrendas… pero después de leer esto, menos.” — Manuela Sáez
Muy gótico y escalofriante. Eres un águila de la pluma.” — Francisco Criado

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Andújar, xxxx. 

Este relato fue publicado originalmente en la revista anual Mirando al Santuario, dedicada a la Virgen de la Cabeza. También lo compartí en Facebook como parte de una serie semanal de relatos breves. Las reacciones que aparecen bajo el texto fueron recogidas allí, tras su publicación.

La sala de ofrendas del Santuario de la Virgen de la Cabeza, en la sierra de Andújar, existe realmente. Se encuentra parcialmente semiderruida por los bombardeos de la Guerra Civil, cuyas aberturas aún pueden verse en su estructura. Es un lugar oscuro, cargado de humedad y simbología: coronas marchitas, velas encendidas, prótesis oxidadas, fotos antiguas, vestidos de novia y comunión y cartas de promesas. Ha sufrido varios incendios reales por el efecto del viento sobre las velas. El equipo de Iker Jiménez llegó a grabar allí psicofonías y fenómenos extraños para el programa Cuarto Milenio.

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