Intza lasciva
Dios no quiso que esta niña viviera en paz. No fue un error ni un capricho: simplemente miró hacia otro lado al oírla nacer. La criatura bramaba como una alimaña, y cuando por fin se fijó en ella, vio que también habitaba allí una víbora de ojos lascivos y brillantes que lo miraba, lo desafiaba… lo incomodaba.
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Rocío creció inocente y sola, sin entender ni su culpa ni su castigo, asfixiada de lágrimas y ahogada en sangre. En ella también mutaba la serpiente: a veces dulce y suave, pero otras muchas, peligrosa y diabólica. Un reptil que la arrastraba por caminos siempre curvos y, a veces, traumáticos.
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Las cicatrices se le multiplicaban por fuera y se le abrían por dentro. Con el tiempo, las entendió bien y decidió experimentar con ellas: las de la piel se las dibujaba, primero con tiza de colores y, poco después, con cuchillas de afeitar; las del alma las soportaba, primero con rebelde negación y después con extrema sumisión. Cuando se miraba al espejo, unas veces veía a la ingenua niña que fue y otras a la compleja joven en la que se estaba convirtiendo. Un tercer ser —la víbora lasciva— reptaba impertinente entre ambas.
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Pasados los años, Dios se acordó de ella y se la mostró al Diablo. Ambos contemplaron a una hembra espléndida y rebelde. Bella, curiosa, insaciable, transgresora, curtida, sumisa. No supieron qué hacer, así que decidieron no perderla de vista.
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Fueron años intensos de ansiedad y drogas, hasta que finalmente comprendió la soledad de su serpiente interior. Y siguió el camino que esta le marcaba, renacida ahora como Intza: una guerrera valquiria, una mujer cruda y primitiva, pero también extremadamente vulnerable y sensible.
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Finalmente, Dios se olvidó de ella. Pero no así el Diablo, que la visitaba a diario. Satán la amaba. Le enseñó a follar entre las ascuas del infierno y a dormir sobre espinas venenosas, a sentir el placer de la humillación extrema y a frecuentar el subespacio de las masoquistas:
«Yo te obedezco, mi Señor, haz de mí lo que quieras. Tómame sin honores, arrástrame como a una perra por tumbas profanadas y bebe de mi sangre. Humíllame y bésame. Insúltame. Viola mi voluntad. Quiero que me ames, que me entierres, que me llames puta y diosa. Quiero que me disciplines y que tu lengua viscosa penetre mis heridas».
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Para vigilarla de cerca, Satán le marcó el coño con una gran polilla negra. El insecto centinela informaba a su Dueño de las muchas cosas que por allí veía entrar y salir: fálicas joyas de Swarovski y oxidados puños de acero, enjambres de anguilas gigantes y pestilentes calamares con los ojos reventados que eyaculaban tinta púrpura. Agujas clavadas, fríos espéculos, oscuros besos…
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Ahora Intza es una rareza espléndida, muy difícil de explicar incluso para ella misma: apasionada en su deseo de rendirse y adicta al éxtasis místico a través del dolor exquisito. Viva en un mundo de muertos y muerta en un mundo de vivos.
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Ahora Intza, vestida solo con su collar de perra, aguanta lo que le echen, y eso la hace indestructible y extrañamente inmortal. Su cerebro es fuerte, su corazón es vulnerable, sus principios son éticos, su cuerpo es invencible, sus deseos son sucios y su alma es un laberinto.
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Ahora derrama lágrimas de plomo fundido, exuda sangre ardiente y arroja lava por el coño y las axilas. Su alma, culta y atormentada, comparte deseos y pesadillas con poetisas suicidas, de esas a las que mucho les parece poco:
“Hoy llegué a un pobre orgasmo después de imaginar mucho tiempo que los nazis me apuntaban y me entregaban a un militar tenebroso y muy temido, que me castigaba mientras fornicaba conmigo... de todos modos, lo esencial es esto: me excita que me castiguen”.
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En ocasiones, cuando la visita la melancolía, besa con fuerza a sus dos hijos y regresa llorando al espejo en busca de Rocío. Como la noche en que vio una escena de Cría cuervos, en la que la pequeña Irene cuenta su pesadilla a su hermana Ana:
—Irene: Recorrimos muchas, muchas calles. De repente aparecimos en un campo. A lo lejos había una casa, sucia, como abandonada. El coche se acercó a ella. Salieron dos señores. Uno de ellos dijo: «¿Qué tal te ha ido la caza?». El hombre contestó: «Muy bien. Mirad lo que os traigo». Me sacaron del coche y me metieron en la casa. Al entrar, había una cocina sucia con una sartén vieja y algunos otros cacharros. Luego me metieron en una habitación y me encerraron con llave. Al rato me llevaron comida. Yo no la quise, pues pensé que estaba hecha en aquella sartén. Me pidieron el teléfono de casa, y yo se lo di temiendo que me mataran. Llamaron por teléfono, pero papá y mamá no estaban...
—Ana: ¡Papá y mamá están muertos!
—Irene: Pero en mi sueño, no... Se habían ido a buscarme. Dijeron que llamarían dentro de media hora, pero que si no estaban me matarían. Yo estaba aterrada. Pasó la media hora, y llamaron por teléfono. Tampoco estaban, todavía no habían llegado. Y dijeron: «Ha llegado la hora de matarte». Me ataron a una columna de madera con unas cuerdas. Me pusieron una pistola en la sien, y cuando me iban a matar, me desperté.
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Esta gran mujer (Rocío, Intza, la víbora, la valquiria lasciva, la hembra alfa, la amante del diablo...) aún posee un tesoro de incalculable valor, un arma poderosa con la que crear mundos o destruir planetas, su pasaporte a una dimensión definitiva: su entrega absoluta.
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Dios, ebrio como estaba al alba, se acordó de ella. La buscó y la encontró encerrada en una jaula fría y oscura; atada, desnuda, sucia, con insultos rojos escritos en su cuerpo: cerda, puta, perra, esclava… Miró dentro de ella y allí seguía la serpiente, con los ojos más lascivos y vivos que nunca. Turbado, la dejó en paz, porque comprendió que era una mujer amada, que era una mujer libre, que era una mujer feliz.
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SiPNOSiS
Un relato feroz y profundamente simbólico sobre el dolor, el deseo, la humillación y la redención a través del abismo. Rocío se transforma en Intza, criatura de sombras y lava, marcada por una víbora interior que la guía y la arrastra. Entre visiones místicas, sexo brutal, cicatrices y poesía, esta mujer compleja y contradictoria sobrevive a Dios, se entrega al Diablo y encuentra su fuerza en la vulnerabilidad. Una historia incómoda, descarnada y fascinante sobre la identidad, el cuerpo y la libertad.
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Algunas reacciones tras su publicación en redes:
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“Impresionante. Cada vez te superas más.” — Laura Rivas
“Como siempre, imponente e intenso.” — Isabel M. Álvarez Serrano
“Magnífico. Con ese puntito gore tan tuyo.” — Rocío Rubio Garrido
“Pararse a leerlo y sentir cada letra escrita es fabuloso.” — Lara Gómez Bartolomé
“Todo el chat es una sacudida emocional y literaria. No sé qué me gusta más: si el relato o las respuestas de Valkiria. Es todo en su conjunto.” — Holden Caufield
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| “Gracias por no haberme defraudado. Me pareces un gran escritor, respetuoso, amable y muy leal.”
| “Has descrito a Valkiria y Lasciva, la libre luchadora y la víbora venenosa. Y mi vínculo con el demonio. Lo has dicho todo.”
| “Estoy muy satisfecha por haberte entregado mis verdades. Por compartir contigo mis sombras. Por atreverme.”
— Ihintza Valkiria, protagonista del relato
NOTA DEL AUTOR.
Este relato está inspirado en una mujer única, con quien he compartido confidencias, oscuridades y verdades sin filtro. Intza no es solo personaje, sino presencia, intensidad, carne escrita. No hay ficción: hay espejo.
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NOTA. Fragmentos de la reacción manuscrita de Ihintza Valkiria Acedo Gil, protagonista del relato.
“Me gustó la idea de que tú, con la información que yo te regalo y lo que tu instinto e intuición te dicen de mí, compongas un puzzle.”
“Descrito a la perfección: mi vínculo y orgullo al sentirme libre cuando me entrego al demonio.”
“Has transformado el sufrimiento en dolor, y el dolor en placer. Porque sufrir no te gusta, pero apaciguar el dolor, sí.”
“Estoy muy satisfecha por haber confiado en ti. De haberte abierto mis adentros más profundos y sentir ahora que he compartido mi sufrimiento contigo.”
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Ciudad Real, 2018. Publicado en Facebook.
Este relato incluye un fragmento de un texto de Alejandra Pizarnik y transcribe una escena de la película Cría cuervos (1976), dirigida por Carlos Saura.
La mujer que aparece en la fotografía que ilustra el microrrelato es la propia Intza.
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