Los ojos rosas de Araceli estuvieron cuarenta días mirando a Miguel. Cuarenta madrugadas frías, cuarenta nombres de enfermeras, cuarenta comidas de hospital. Pocas palabras y ninguna risa. A los cuarenta días, en Reyes, sus iris rosas lo miraron por última vez: pelo blanco, orejas grandes, el amor de su vida.
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Los ojos grises de Miguel estuvieron cuarenta días mirando a Araceli. Cuarenta noches sin dormir, cuarenta días en vela, cuarenta pinchazos por hora. Pocas palabras y ninguna risa. A los cuarenta días, en Reyes, sus iris grises la miraron por última vez: muy cansada, a su lado, tan guapa como hace cuarenta años.
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Almas en llamas
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Mari Carmen pasea en una noche de verano donde transminan los jazmines. Jazmines como los que su abuela ponía en su pañuelo. Más tarde soñará que ella le habla, que la peina.
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Pablo ve desde su ventana a un chaval que juega en la calle. Lleva la misma camiseta que le gustaba a su hijo. Esa noche soñará que va a su cama, que le da un beso.
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Rocío escucha la canción de Juan, Esteban pasa por la curva que mató a su abuelo y Verónica se pone el broche de su madre. Mari Carmen, Pablo, Rocío, Esteban y Verónica los verán esa misma noche. Los tocarán, hablarán con ellos y llorarán al despertar.
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Ana tiene más años que su mecedora, más que sus espejos, más que toda su vida. Es la más anciana de Andújar; nació cuando la guerra de Cuba, vivió guerras, pasó hambre, tres matrimonios, tres siglos. Ni siquiera ella sabe si está viva. Las gentes que la visitan tampoco lo saben. Buscan en ella esperanza para soportar el dolor por la pérdida de sus hijos, padres, abuelos y amantes. Ana les habla, remedia sus dolores, apacigua sus corazones.
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Está muy cansada. En algún momento de su vida se implicó demasiado con la gente y se convirtió en cómplice de sus temores. Se sentía fuerte e invencible. Recuerda a cada persona que ayudó y los nombres de todas las almas. Ella nunca defraudó a nadie, de este mundo o del otro.
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Araceli estaba de pie junto a Miguel, acariciándole el pelo blanco. Él la miraba y apretaba sus manos con intervalos cada vez más débiles. Ambos hablaban en voz muy baja, con frases de ánimo y fortaleza que flotaban en la noche.
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Recuerdos, lágrimas, saliva en la garganta... En un parpadeo eterno, tras la palabra más bonita y después del minuto más intenso, el pelo de Miguel se tornó más gris, más oscuro. Su cara recuperaba color y su respiración era más suave y segura. Se arrancó los tubos y cables que lo ataban y todas las máquinas de la habitación enloquecieron, cantando como cientos de pájaros entre los árboles, encendiendo y apagando luces de colores como estrellas en el mar, en la noche de la Virgen del Carmen.
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En cinco minutos rejuveneció treinta años y, cinco segundos después, paseaban bajo los naranjos del patio del hospital, descalzos los dos, cuarenta años más jóvenes, mientras amanecía. Ambos lloraban, ambos reían... Anocheció en un suspiro.
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Despertó en silencio. Era la quinta vez que soñaba esto desde que murió su marido. ¿Qué lo retenía aquí? ¿Por qué no se iba en paz?
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El miércoles de romería, Araceli llamó a la puerta de la anciana. Era la cuarta planta sin ascensor de un edificio humilde del barrio de La Lagunilla. Niños jugando en la calle, macetas en los balcones y ropa tendida de las ventanas.
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Esperó, pero nadie abría. Cuando bajaba por la escalera, Ana la llamó.
—Me cuesta mucho levantarme. No sería la primera vez que cuando llego ya no hay nadie.
—Buenos días, señora. Dicen que puede ayudarme.
—Pasa.
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La casa de Ana era un enorme pasillo con muchas habitaciones solo a un lado, todas cerradas. La única luz procedía del fondo, de la única puerta abierta. Despacio y en silencio se sentaron junto a la ventana.
—Cuéntame —dijo la mujer con voz cansada.
—Señora, hace días que mi esposo se fue. Desde entonces no duermo, y las pocas veces que lo hago, me habla en sueños. Me consuela, pero también me duele mucho.
—Niña —la anciana cogió entre sus manos las de Araceli—. Cuando muere una persona amada, su alma permanece con nosotros hasta que encuentra un destino. Está sola, en un lugar oscuro que desconoce, y nos viene a pedir ayuda porque no sabe qué hacer —(la voz de Ana era un dulce y sabio susurro).
—Los vivos, que queremos certidumbres, buscamos explicaciones a estos estados del alma. Unos las encuentran en la religión y otros ven en estas cosas una manifestación de las energías de la naturaleza. Creamos lo que creamos, debemos ayudarles.
—¿Y qué puedo yo hacer?
—Iluminar su alma.
—¿Cómo?
—Yo aconsejo que les enciendan velas durante unos días. Con ello conectamos nuestro corazón directamente con ellos e iluminamos su camino, les damos una referencia de luz y amor.
—Gracias, señora. Iré ahora mismo a la ermita. ¿Qué le debo?
—No lo hago por dinero, niña. Lo único que te pido es que, por esta vez, enciendas también una luz para mí.
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Al regresar por el pasillo, Araceli vio luces de mil colores que salían bajo las rendijas de todas las puertas.
Esas mismas luces también las vieron ese mismo día Mari Carmen, Pablo, Rocío, Esteban y Verónica. El día anterior las vieron María, Luz, Javier, Luis y Gloria. Cien nombres por semana, siete centenares al año.
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Cuando Araceli salió a la calle, la anciana ya había muerto.
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Cristina plancha por cuarta vez los vestidos de gitana de sus hijas y el suyo propio. Ordena los zapatos y cambia el agua de las flores que mañana jueves ofrecerá a la Virgen. Por último, se va a dormir.
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Alarmas, humo, gritos. Las niñas están llorando y hace un calor del infierno. El ruido es ensordecedor, como si un tren de mil vagones atravesara la calle. Abre el balcón y, frente a ella, la ermita está envuelta en llamas de cien metros que apuntan al cielo. A pesar del humo y del calor, Cristina no puede dejar de mirar. Ni tan siquiera parpadea. No arde el colegio de los Trinitarios ni las casas junto al templo, no se queman los naranjos de la calle, solo está incendiada la ermita, con un fuego azul y rosa que huele a jazmines.
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Una pequeña anciana se acerca al incendio. Nadie repara en ella, pero Cristina la reconoce. Es la mujer que, días antes, le dijo que encendiera velas para su hermano. Ve con pavor cómo atraviesa el fuego y entra en la ermita, e inmediatamente después miles de reflejos de luz ascienden entre las llamas, confundiéndose con ellas.
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En la calle, los rostros de la gente no saben cómo expresar sus emociones. El pavor por el incendio da paso a la incredulidad. Las llamas se tornan luces y el calor se convierte en brisa. En pocos segundos, la ermita aparece intacta y el cielo del amanecer extrañamente iluminado, como si una aurora boreal cubriera toda la ciudad. Así permaneció el día entero.
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En una casa del barrio de La Lagunilla se declaró un incendio. Los bomberos extinguieron rápidamente el fuego, pero no pudieron hacer nada para salvar la vida de la anciana que allí vivía.
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Esa misma noche, Miguel visitó de nuevo a Araceli y Juan a Verónica. A Esteban lo visitó su abuelo, a María su madre y a Cristina su hermano. Todos despertaron en paz, miraron el cielo despejado y pasaron página.
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SiPNOSiS
Entre sueños, pérdidas y recuerdos, las almas siguen buscando su camino. Miguel, Araceli y otros muchos viven entre lo real y lo onírico, acompañados por presencias queridas que no terminan de marcharse. Una anciana parece ser la única capaz de guiar a los vivos y a los muertos. Almas en llamas es un relato coral sobre el duelo, la luz que queda y los vínculos que arden incluso después de la muerte.
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Algunas reacciones tras su publicación en redes:
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“Todo lo que escribes es buenísimo. Me encanta.” — Ramoni García Lloris
“Me has emocionado. Ha sido un placer leer y conocerte.” — Luisa Béjar
“Encantada con tus relatos.” — Inmaculada Torres Espín
“Una vez más, chapó. Qué bonita historia y qué forma de engancharnos a la lectura.” — Lourdes Gómez Toribio
“Un relato maravilloso. Todavía tengo lágrimas en los ojos.” — Mari Carmen García Burell
“Apagué las noticias para disfrutar más de la lectura.” — Aurora Cayuela Morcillo
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Andújar, xxxx.
Este relato fue publicado originalmente en la revista anual Mirando al Santuario, dedicada a la Virgen de la Cabeza. También lo compartí en Facebook como parte de una serie semanal de relatos breves. Las reacciones que aparecen bajo el texto fueron recogidas allí, tras su publicación.
Este relato está inspirado en mis padres. En sus años de entrega silenciosa, en sus pérdidas, en sus miradas y en sus silencios. Algunas escenas son recuerdos reales, otras son sueños que a veces tengo cuando los echo demasiado de menos.
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